sábado, 7 de julio de 2007

Las “joyas de la familia”


Columna Juego de Ojos
Por Miguel Angel Sánchez de Armas
Xalapa, Verazcruz, México.


Creo que los mexicanos tenemos una relación neurótica y maniquea con nuestro pasado. Quizá se deba a la combinación de dos herencias: la hispana con su doble moral y la mexica con su miedo y veneración por las fuerzas cósmicas y sus representantes. Supongo que es una manera simplista de proponerlo, pero así lo pienso. Si estoy equivocado, que los especialistas me lo demanden.

Veo esto en la forma en que percibimos la historia de este pedacito del mundo que llamamos México. Desde la primaria nos enseñan que somos producto de una suerte de lucha entre ángeles y demonios. En el cielo están el cura Hidalgo, Juárez, Madero, Cárdenas y otros de esa estirpe; en el infierno, los gachupines, Díaz, Huerta, Calles y otros de esa canalla. Espíritus luminosos contra almas negras.

Si Miguel Hidalgo hubiese sido un cura de pueblo como nos lo presentan, jamás habría encabezado una rebelión de independencia. No señor: se hubiese quedado con sus salmos y sus santitos. Alguna vez, en mi infancia inocente, quise saber por qué tuvo mujeres e hijos y fui confinado a una esquina del salón hasta la hora del recreo por falta de respeto al padre de la Patria. Hoy me da risa, pero en aquel entonces fue poco menos que una tragedia familiar.

Cuando los festejos del centenario del puerto marítimo de Veracruz, hubo la propuesta de colocar en el malecón una estatua de Porfirio Díaz, el presidente que ordenó la obra. Se armó la de Dios es Cristo, porque como todo mundo sabe, el general Díaz es el anticristo civil oficial de la República, aunque la avenida a un costado del Parque Hundido en la capital de la República lleve el nombre de “Coronel Porfirio Díaz”, que es uno y mismo que el primero, pero con un rango menor. El héroe del Cinco de Mayo sí, el dictador que inició (nos guste o no) la industrialización del México moderno, no. Si esto no es evidencia de una esquizofrenia social no sé qué será.

Cuando visité el Museo del Apartheid en Soweto, que es una experiencia tan impactante como recorrer el Yad Vashem del holocausto, su director me explicó que mantener viva y documentada la memoria de las atrocidades de los afrikaaners contra los negros no era por deseo de venganza o por insana morbosidad, sino para garantizar que esa historia nunca se repitiera. “Que nuestros jóvenes la conozcan”, me dijo, “es una salvaguarda para nuestro futuro”.

Tuve estas reflexiones al leer el voluminoso expediente de las “Joyas de la familia” que la siniestra CIA recientemente desclasificó. La lectura de los documentos es espeluznante, y por lo mismo hay que reconocer que para algunas cosas públicas los sajones tienen mayor apertura que nuestra acartonada y barroca clase política. Revisar el pasado, valorar con madurez hechos y personajes y el contexto en que interactuaron, es un eficaz remedio contra iguales traspiés. Ya lo dijo Santayana, y aquí lo he citado numerosas veces: “Quien no conoce el pasado está condenado a repetir los mismos errores”.

Es necesario que nos enfrentemos a lo que fuimos porque sólo así entenderemos lo que somos: el fruto del encuentro de fuerzas históricas y sociales, de hazañas y torpezas, de generosidades y bellaquerías. Sólo así alcanzaremos la madurez como nación. Pienso en este momento que fue un error constituir una “fiscalía especial” para aclarar el 68. Los archivos debieron hacerse públicos con los nombres y los rostros de las víctimas y de los victimarios y la historia debió haber sido puntual y verazmente reconstruida. Acosar a un anciano para hacerle una ficha signalética es una patética venganza y desvía la atención de lo verdaderamente importante: conocer y entender un periodo de nuestra vida como nación que debe ser documentado y revelado sin restricciones. A Echeverría lo juzgará la historia. Meterlo a la cárcel no conjurará la posibilidad de otros episodios de violencia oficial contra la población, como lo vimos en Aguas Blancas y en Chiapas y como lo vemos a diario en contra de las comunidades más pobres y marginadas, porque el problema es el sistema, no tanto sus operadores. Lo único que nos pondrá a salvo de eso es una mayor conciencia y una mayor participación ciudadana que termine con nuestros grandes males como país: la impunidad y la desigualdad.

A mí no me mortifica que Díaz haya sido dictador y creo que sus restos deben volver a su país y sus gobiernos estudiados en el contexto histórico en el que tuvieron lugar. Tampoco creo que Juárez no haya cometido errores graves y siento que Madero fue víctima de sus limitaciones. Tengo la impresión de que nuestra historia oficial teme encontrar que ni los “malos” fueron tan malos ni los “buenos” tan buenos, y que es mejor no remover ciertas aguas.

Como todas las naciones, la nuestra ha tenido épocas luminosas y otras sombrías. Comprender las razones de nuestros altibajos es un aprendizaje para las nuevas generaciones. Documentar y conocer sus causas profundas lleva a la sanación social y a la democracia.

Satanizar a “los malos” es cobardía. Llevar a los altares a los “buenos”, ingenuidad. Necesitamos entenderlos. Creo que ya es tiempo de que saquemos a la luz y nos hagamos cargo de nuestras propias “joyas de la familia”.

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