lunes, 16 de julio de 2007

Estado mocho, Iglesia voraz


Columa de José Luis Reyna
Milenio Diario

México, Distrito Federal.

Una de las condiciones para la modernización del Estado mexicano fue su separación de la Iglesia católica. Divorcio afortunado. El proceso se inició desde la Independencia y culminó durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando fueron promulgadas las leyes de Reforma (1855-1873). El poder del clero quedó disminuido. La ruptura no fue tersa. Por el contrario, la Iglesia católica fue un feroz oponente de todo intento que pretendiera arrebatarle su poder económico y político, acumulado durante más de tres siglos de dominación colonial. Sin embargo, un grupo de liberales tuvo la voluntad política y el talento suficiente para dictar las medidas que hicieron entidades independientes al Estado y a la Iglesia. La gesta épica del liberalismo mexicano. Sin esa ruptura, el Estado mexicano no se habría consolidado.

La Reforma tuvo como finalidad esencial desamortizar la propiedad, en particular la eclesiástica. Dicho en otros términos, la Reforma fue un mecanismo redistributivo, pues los enormes recursos del clero se aprovecharían para beneficiar a otros sectores sociales, incluyendo a los que menos tenían. Contribuía, además, a incrementar la soberanía del Estado y a redefinir un sistema político cuyo margen de maniobra estaba asfixiado por el interés voraz de la Iglesia. Ésta pretextaba la beneficencia y la caridad pero su verdadero objetivo era amasar un gran patrimonio y el poder político correspondiente. La Iglesia, además, usufructuaba por ley los diezmos, así como otras canonjías que el propio Estado avalaba.

La aparición en la escena pública de los liberales planteó con claridad que el Estado tenía que ser una entidad soberana y su fuerza superior a cualquier otra organización. Hasta antes de la Reforma, “la Iglesia católica estaba metida hasta el cogote en la política nacional, y en ella gastaba lo mejor de su inteligencia, sus mayores recursos y casi todo su tiempo” (Cosío Villegas, La Constitución de 1857 y sus críticos). No es fortuito que, hasta antes de la Reforma, uno de los “villanos” de la historia de México haya llegado tantas veces a la presidencia: el dictador Antonio López de Santa Anna. El clero detrás del trono.

La Constitución de 1857 fue promulgada bajo la premisa de separar el poder político y la fe. La Carta Magna de 1917 confirmó este postulado y podría decirse que en este deslinde, México pudo avanzar un poco más sin tener el escollo de la Iglesia y sus representantes terrenos: los curas. Las cosas, empero, empezaron a cambiar durante el sexenio de Carlos Salinas (1988-1994). Después de 123 años de ruptura con El Vaticano, en 1990 fue nombrado un representante presidencial oficioso ante el papa Juan Pablo II. La función que se le encomendó fue intensificar el diálogo entre el Estado mexicano y El Vaticano.

Es probable que esta decisión haya sido tomada en aras de incrementar la legitimidad del cuestionado presidente Salinas. Era una forma de “quedar bien” ante la inmensa masa de católicos que hay en el país y aprovechar, de paso, el carisma de Juan Pablo II. Poco tiempo después, en 1992, la Santa Sede y México restablecieron las relaciones diplomáticas. En un principio fueron más bien formales y protocolarias. Sin embargo, con el tiempo fueron cambiando. La llegada de Fox al poder abrió las puertas del Estado a la Iglesia. Ésta, desde el año 2000, ha ampliado su poder y hoy en día opina con desparpajo sobre temas diversos cuya competencia recae en nuestro Estado laico. Ahí está el caso del aborto, sobre el que opinaron en contra no sólo los clérigos mexicanos sino hasta su nuevo líder, el papa Benedicto XVI.

Hace unos días, la Iglesia católica mexicana lanzó una propuesta cuya finalidad es desterrar el laicismo. Su iniciativa va muy lejos: pretende modificar la Constitución con el fin de tener un presupuesto estatal (la recuperación del diezmo), que sus miembros puedan ocupar puestos de elección popular, hacer política desde el púlpito, disponer de medios de comunicación para hacer su proselitismo y, por si fuera poco, que la educación religiosa sea parte del plan de estudios de las escuelas públicas. Ni en la época autoritaria se atrevieron a tanto.

La Iglesia católica no da paso sin huarache. Las demandas que han hecho tienen que tener un sustento. Este no puede ser otro que el Estado mocho que tuvo a bien inaugurar Fox y ahora encuentra una continuidad en la gestión de Felipe Calderón. Habría que concluir que juntar la fe con la política tiene antecedentes dolorosos. No puede olvidarse la historia de este país ni la gesta de los hombres que encabezaron la Reforma. Es necesario parar esta embestida eclesiástica a riesgo de incubar un conflicto más que aumentaría la fragilidad del país.

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