lunes, 11 de junio de 2007

¿Para qué sirve la literatura? (CCCXLI)


Columna Juego de Ojos
Por Miguel Angel Sánchez de Armas
Xalapa, Veracruz, México


Homero nos cuenta que Odiseo era el apuesto, inteligente y valiente rey de Ítaca y lo tenía todo: vasallos que lo adoraban; un gran palacio; prestigio entre los pueblos helénicos (lo de “griegos” lo inventamos nosotros); abundantes riquezas y una mujer de película, la correteable Penélope. Y como si esto fuera poco, también era el favorito de Atenea y de tarde en tarde se le aparecía para echarle la bendición. Un buen día Penélope le dio un hijo, Telémaco, y su felicidad fue completa.

Pero los dioses tenían otros planes. Odiseo tuvo que partir a la guerra contra Troya. Durante diez años los ejércitos se masacraron entre sí y las aguas del Egeo se tiñeron de rojo. Muchos héroes perdieron la vida en aquella lucha. Aquiles mató al gran Héctor y a su vez fue asesinado. Los hombres desesperaban. La rendición estaba en el ánimo de los soldados. Entonces Odiseo tuvo una idea genial: simular un retiro y dejar frente a las murallas de Troya un enorme caballo de madera a manera de tributo al vencedor. En el interior se esconderían varios guerreros que abrirían las puertas de la ciudad por la noche.

Así lo hicieron. En el júbilo de la victoria los troyanos arrastraron el trofeo a la ciudad y organizaron un reventón celebratorio. El adivino Lacoonte se dio cuenta del engaño y puso el grito en el cielo, mas Poseidón de inmediato mandó a dos feroces serpientes marinas que en un santiamén dieron cuenta del nigromante y ya nadie más protestó.

Lo que sigue todos lo saben. Por la noche Odiseo y sus hombres descendieron de la panza del caballo, pasaron por las armas a los soldados que dormían la mona, abrieron las puertas al ejército que había regresado al amparo de la oscuridad e incendiaron Troya. Dejo fuera por falta de espacio lo de Helena y el rapto y las aventuras de Ulises.

Pero Odiseo cometió un error: creyó que el mérito era sólo suyo, que sin ayuda había conquistado Troya y que en verdad era más grande que los dioses. Esto enfureció a Poseidón (después de todo había silenciado a Lacoonte para que el plan del caballo no fracasara), y decide demostrar al apóstata que sin los dioses el hombre no es nada. Así que el rey de Ítaca y sus hombres se pasaron otros diez años en el viaje de regreso (no les ayudó nada que hubieran cegado al cíclope caníbal Polifemo, hijo de Poseidón) y les fue como en feria: una diosa los convirtió en animales, otra se enamoró de Odiseo y le ofreció vida eterna a cambio de ser su marido eterno, los atacaron monstruos más terribles que los de la Guerra de las Galaxias e incluso se dieron una vuela por el inframundo, en donde entre otras sorpresas Odiseo se encontró el con el alma de su mamá, que se había suicidado allá en Ítaca.

Todos mueren menos Odiseo. Éste al fin regresa a casa y se encuentra con que unos cien pretendientes a la mano (y a todo lo demás) de Penélope, y al trono y riquezas de Ítaca, se han instalado en su palacio y tienen meses comiendo, bebiendo y divirtiéndose a expensas del tesoro real. Atenea se presenta nuevamente. Odiseo no sin razón le reclama que lo hubiera sometido a tal, ejem, odisea. La diosa responde con la memorable sentencia: “los dioses sólo dan lo que los hombres desean”. Se reencuentra con Telémaco, el hijo que dejó recién nacido, y con ayuda de Atenea y de algunos sirvientes leales, pone una trampa a los rufianes que invadieron su casa y, por supuesto, los mata a todos. El rey así recupera a su mujer, a su hijo y a su reino y es de suponer que vive feliz el resto de sus días.

Más de uno de mis lectores pensará que con esta súper síntesis de una de las más bellas épicas de la antigüedad he llegado al límite de mi cacumen y agotado la poca sustancia de columnista empeñado en no abordar temas de la “política”. En parte tendrán razón. Pero (además de que me propuse animar a alguno para que adquiera la versión completa en “Sepan cuantos...” de Porrúa) sostengo que en este poema, como en casi toda obra literaria, encontramos lecciones de gran sabiduría. No estamos ante un “cuento fantástico”.

En primer lugar debemos preguntarnos qué decían estas narraciones a su auditorio original. Hoy la imagen de Poseidón con su trinche nos puede evocar una película de Disney, pero en aquel tiempo, como hoy, la divinidad era cosa seria y los hombres se relacionaban con ella mediante una serie de rituales y en un contexto específico, tal cual se dan en el cristianismo para la relación con dios. Cuando Poseidón dice a Odiseo que “sin los dioses los hombres no son nada”, podemos leer una advertencia contra las conductas egoístas, autosuficientes y mezquinas. Una interpretación moderna puede ser en el sentido de que la solidaridad, el amor por los conocimientos, el respeto a los demás, el sentido de la historia, la gratitud y otras virtudes, hacen mejores hombres, y lo contrario los lleva a la perdición. Hoy como entonces, sólo los políticos (con pocas y honrosas excepciones) creen que nomás su puritito “mérito” los ha colocado en la cumbre, en una categoría social y ciudadana por encima del resto de los mortales y que poseen una luz interior y una chispa vital que ha sido negada a los demás y que, en una suerte de darwinismo social, los hace naturalmente líderes de los otros. Como dijera el llorado Jesús Robles Toyos, “la política apendeja a los hombres inteligentes”, y bueno, Aristóteles dixit, enloquece a quienes desdendenantes no tenían demasiadas luces.

Otro tema para la reflexión son las palabras de Atenea: los dioses sólo dan a los hombres lo que éstos desean. La cita no es textual pero sí el espíritu. ¿Qué les decía a los antiguos helénicos y qué nos puede decir hoy a nosotros? Una consideración, acoplada al anterior ejemplo, es que no hay nada que no esté a nuestro alcance, ni hazaña imposible ni meta prohibida ni camino intransitable si, primeramente, tenemos la capacidad de ver claramente qué es lo que queremos y después la energía, disciplina e inteligencia para lograrlo. “A dios rogando y con el mazo dando”, dice mi venerada abuela. Tiene razón. Homero nos hace ver que todo comienza y termina en el hombre.

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