lunes, 18 de junio de 2007

El Espíritu


Columna de Jaime García Chávez
Diputado del Partido de la Revolución Democrática
Chihuahua, México


Lo que tienen de propia y real historia los países hoy altamente desarrollados, es —desde otra perspectiva— proceso o paradigma de modernización en las llamadas sociedades tradicionales. Las sociedades donde florecen los más avanzados sistemas democráticos, dotados esencialmente de un sistema de partidos que son la clave del régimen, pasaron por una etapa en la que la política, los conflictos por el poder, los diferendos, se dirimían al calor de encarnizadas luchas entre facciones de la misma clase dominante. En otras palabras, el antecedente más remoto del partido político es la facción, con todo lo difícil que es desde el punto de vista científico poder presentar esta observación de manera tan lapidaria. Sea como sea, las facciones se anticiparon y los verdaderos partidos llegaron después. Tanto en Inglaterra como en Francia, Alemania o Italia hubo una época en que el encuentro se dio entre grupos facciosos.

Quién no recuerda la proverbial pugna entre güelfos y gibelinos, entre la facción adicta al Papa y la que le quemaba incienso a los emperadores que sucedieron a Carlo Magno. Cómo se pueden olvidar las guerras entre los reyes que instituían unidades nacionales a contrapelo del intervencionismo papal. Pero todo este cúmulo de contradicciones siempre se dirimían al interior de grupos que compartían grandes intereses comunes y que, desde luego, no necesitaban de convencer a sociedad alguna, mucho menos a los ciudadanos, como sucedió después con la aparición del mundo en el que los partidos políticos sellaron el surgimiento del régimen democrático.

Permítanme dar un brusco tranco para expresar que en México lo que hemos tenido a lo largo de nuestra historia ha sido la pugnacidad entre grupos con las notas esenciales de la facción. Durante la época dorada del régimen de partido de Estado, no es que no hubiera contradicciones, tampoco que no hubiese competencia por el poder, lo que no había era un sistema de partidos lo que daba lugar a la lucha entre facciones que formaban parte de un gran consenso que le dio estabilidad al régimen priísta en contra de grandes conglomerados sociales carentes de derechos políticos reales. Así encontramos que la denominación de “régimen de la familia revolucionaria” fue adecuada, pues a mi juicio definió la convivencia y la lucha de facciones: callistas contra cardenistas, cardenistas contra alemanistas, políticos contra tecnócratas. No veíamos en esas distinciones la presencia de proyectos político partidarios y, mucho menos, un sistema de partidos accionando en el corazón mismo del régimen político en busca de la sociedad y los ciudadanos en espera de respuestas concretas. Las facciones definían, en su interior, prácticamente todo y la más abyecta disciplina era la muestra de la persistencia del sistema autoritario. Recuerda al charro Fidel Velásquez: el que se mueve no sale en la foto.

Se supone que hemos pasado a una democracia, muy incipiente, que ha prohijado a partir de 1977 la aparición de toda una gama de partidos políticos, destacándose tres grandes: PRI, PAN y PRD. Empero, no hemos tenido la suerte de Inglaterra, por ejemplo, que dejó las facciones en el siglo XVIII y hasta hoy ha tenido un desarrollo en el que los viejos partidos se han reconvertido hasta tener una democracia parlamentaria estable y que resuelve los problemas de ese reino, independientemente de la calificación que le pongamos a las soluciones. En lo particular, actualmente quién puede compartir la tercera vía de Tony Blair con su incursión, al lado de Estados Unidos, en la criminal ingerencia en Irak.

Tengo para mí que en México más que un sistema de partidos lo que existe es una denominación con ese nombre y que exclusivamente le da ropaje a la facciosidad. Tener la razón en este asunto es tanto como afirmar que vivimos una tragedia. De todas maneras conjeturo que por ahí, por esa vereda, andan las cabras. Pongo ejemplos: en el PRD se habla de los Amalios y los Chuchos; de los Bejaranos y los Fernández Noroña; lo esencial no es el proyecto partidario de la izquierda sino qué grupo se apodera de un aparato para lograr la satisfacción de sus propios intereses. En el PAN están los viejos doctrinarios cada vez más aplastados, los fox-marthistas que quieren mantenerle el rango de presidente a Vicente el botudo que no acaba de entender y asumir que su momento ya pasó y no fue precisamente luminoso; están los del Yunque, los Dhiacos, los COPARMEX, los espinistas y otras variedades del arco iris del partido de Gómez Morín que se constituyen en auténticas facciones para luchar a muerte por el control del poder político y los negocios. En el PRI la realidad es variopinta: los gobernadores influyentes tienen su facción (Peña Nieto, Bours, Herrera), están los madracistas, los viudos de Colosio, los desbancados, los salinistas y demás. El PRI es el partido más proclive a la facciosidad, precisamente porque va cayendo, se disuelve después de su larga estadía en el poder. Su lema es: “agarra lo que puedas” y lo personifica el traficante de influencia Gamboa Patrón.

La realidad nos dice que las facciones están antes que los partidos y esta tendencia, de confirmarse, debe llevar a los demócratas a una profunda reflexión para actuar con mucha energía y corregir a tiempo si no queremos incorporarnos de lleno en un proceso de colapso del estado mismo que ya se deja sentir al golpe de los poderes fácticos y especialmente del impacto demoledor del crimen organizado y la militarización galopante.

Todo este manojo de ideas (no pretende ser una sesuda tesis politológica) las tengo por antecedente para comentar lo que nos sucede en estos momentos y que afecta a los ciudadanos de Chihuahua aunque no se den cuenta. En el PAN los espacios de poder político fundamentales (Congreso, municipios de Juárez y Chihuahua) se proyectan atendiendo a las facciones que tienen controlado al aparato partidario. Ciertamente hay convenciones, precampañas… pero atrás de las mismas se advierte que está la facción que induce la decisión. En el caso de Sergio Pedro Holguín los grupos económicos fronterizos de derecha, Pancho Barrio y otros que tras bambalinas ponen a funcionar con eficacia su dedo índice; en el caso de Carlos Borruel la cadena que lo ata al grupo cementero de los Terrazas está labrada en concreto armado. Es casi indestructible el eslabonamiento faccioso y por eso la instancia formal de decisión de su candidatura se tornó en un andamiaje sobre el que operó el que realmente decidió, con espíritu de facción.

El malestar actual con el proceso electoral nace de la percepción pública de que el voto ciudadano cuenta poco, que las decisiones ya están tomadas. Esta afirmación vale, sobre todo por la muy generalizada opinión de que ante la debilidad política del gobernador, la ausencia de una izquierda perredista que pierde ya una gran oportunidad, Patricio Martínez García se ha montado en su macho y ya prepara su regreso a través de las principales candidaturas municipales del Estado, aliado con el pintor fracasado Eloy Vallina. También se advierte el alto espíritu de facción.

Así las cosas, nuestra limitadísima democracia parece moverse al son que marcó Ventura Romero en la conocida canción de La Burrita: da un pasito pa’ delante y otros tantos para atrás.

Es una reflexión que viene de lejos en la perspectiva histórica. Al respecto Szpinoza nos dejó estupendas páginas hace ya varios siglos y tienen que ver con el sectarismo en la política que, de acuerdo a la experiencia, es lo más pernicioso y difícil de evitar, como bien ha comentado Atilano Domínguez.

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