miércoles, 26 de septiembre de 2007

A vuelta de correo I


Columna "Juegos de Ojos"
Por Miguel Angel Sánchez de Armas
Xalapa, Veracruz, México.


Tomo prestado e título del espléndido volumen recoge la correspondencia entre Héctor Pérez Martínez y Alfonso Reyes para comenzar desahogar algunos de los correos que han llegado a Juego de ojos. Siempre leo con atención las cartas de los lectores e invariablemente las contesto. Algunas me reconcilian con el oficio, mientras que otras, he de confesar, me recuerdan que la humildad es una virtud y no un vicio. A todos quienes me hacen el favor de leer Juego de ojos, mi gratitud.

“El día que asesinaron a Lenin” trajo un costal de correspondencia. Entre ella las siguientes líneas de Abraham Nosnik:

“Mis abuelos eran Ucranianos y emigraron a México a fines de los años veinte, en parte, por el cambio de régimen cuya cabeza fue el personaje de tu historia.

“Me encantaba ir con mi abuela Bertha en español (Bassia en hebreo y Bassi en ruso). Me pasé buena parte de muchas mañanas de mis vacaciones escuchando sus relatos. Un día me preguntó:

“-¿Sabes cuál es la diferencia entre los cosacos y los bolcheviques?

“-No, bobe (abuela), no lo sé, le respondí intrigado.

“-Ninguna, ¡los dos pegan duro!

“Los cosacos, liderados por Chmelnitzky, fueron famosos por sus persecuciones en Ucrania en contra de los judíos. Gracias por tus artículos. Incluso episodios tan dramáticos como el de Lenin, los describes con una fluidez y una capacidad de entretener sin morbo, admirables. Logran despertar interés, no importa el tema.”

“Manuel Altamira Peláez” reconfirmó que en tratándose de seres queridos la memoria puede ser selectiva, pero nunca injusta. Rubén Álvarez escribió:

“No sé si debido al tiempo transcurrido (o a la edad que confesamos), pero el recuerdo que tengo de los momentos finales de Manuel es completamente diferente al que tu escribes en Juego de ojos.

“Para empezar, no creo que su ingreso a La Jornada -del que tú fuiste, efectivamente, parcialmente responsable, como escribes-, haya significado para el Gordo un cambio en su forma de ser o de entender la bohemia: todo lo contrario. Manuel bebía y lo hacía como los buenos. Durante ese año que trabajó en La Jornada, una parte de la tertulia literaria la conformábamos el Gordo, Pascual Salanueva, Rafael Croda, yo mismo y, ocasionalmente, algunos amigos entrañables: Pedro Valtierra, Pablo Hiriart, Luis Alberto Rodríguez y no muchos más.

“Eran jornadas nocturnas interminables y quienes se quedaban invariablemente hasta el final eran Croda, Salanueva y Manuel (…) Hablábamos de todo pero, sobre todo, de política y literatura. O de literatura y política, y Manuel decía que no había mejor escritor sobre la tierra que Mario Vargas Llosa, quien recientemente había publicado La guerra del fin del mundo. (…) De verdad nos apasionábamos por la literatura y en no pocas ocasiones intentábamos competir (con resultados muy disparejos) para ver quién de todos nosotros depuraba un mejor estilo literario en nuestros textos periodísticos.

“La noche del 18 de septiembre de 1985, un grupo de reporteros y fotógrafos del diario salimos de la redacción cerca de la medianoche, para dirigirnos al Oasis, un bar miserable situado en la calle Morelos, frente al viejo edificio de Novedades. Eran dos cuartuchos de mala muerte que de día preparaba buenas quesadillas y por la noche se convertía en bar clandestino donde los más viejos periodistas y algunos desvelados de ocasión encontraban refugio y calor. No sabíamos si lo que tomábamos era en verdad lo que la etiqueta decía y siempre nos quedábamos con la sospecha fundada de que al día siguiente amaneceríamos ciegos.

“Puede ser que en esos días Manuel no estuviera bebiendo y que se la haya pasado con algunos pocos tragos o, de plano, con agua mineral. Pero se quedó hasta las 5 o 5:30 de la mañana (…) Lo demás ya es conocido. El muchacho que compartía habitación con Manuel (creo que se llamaba Rubén) me contó esa misma tarde del 19 -sentado en la banqueta frente a su edificio derrumbado-, que lo último que vio desde el comedor donde estaba fue a sus padres con su hermana menor en brazos, llamándolo para que juntos aguantaran el temblor bajo el vano de una puerta. Vio también a Manolo: vestido sólo con sus pants color rojo (los mismos con los que yo vi salir el cuerpo de un hoyo), sentado en su cama e indeciso por lo que el muchacho supuso que quería hacer: tomar la chamarra para salir. Porque era pudoroso, el Gordo al que tanto quisimos.”

“Enola Gay y Little Boy” fue ampliamente comentada. Lorenzo Lazo me hizo llegar la siguiente reflexión:

“Gracias por el artículo. Precisamente hoy 15 de agosto se celebra un
aniversario de la capitulación de Japón en la II Guerra Mundial. El comentario va en referencia a que Japón no se había rendido aún el 9 de agosto a pesar de saberse evidente perdedor de la guerra en el teatro del Pacífico.

“En alguna vida anterior en Londres como miembro del International
Institute of Strategic Studies, recuerdo haber visto algún paper que hacía referencia a los estudios de la época que indicaban que la invasión a Japón le costaría a los aliados cerca de un millón de vidas y prolongaría el conflicto de dos a cinco años mas.

“La tentación de lanzar la bomba no sólo era la forma más rápida de concluir el asunto, además de lavar el honor de la afrenta de Pearl Harbor (es interesante preguntarse qué método diplomático habrán utilizado los EU para avisar que si no había rendición utilizarían un arma devastadora: quizá sólo unos minutos antes de su aplicación, como ocurrió en Pearl Harbor).

“El otro aspecto y aún más importante de este evento es la demostración de
fuerza de los EU ante la URSS, situación que requería de una posición muy sólida para construir el nuevo equilibrio de postguerra. Era la fórmula que expresó Churchill: lo importante no era ‘ganar la guerra, sino ganar la paz’.

“En tu reflexión recordé al Dr. Strangelove. Nada me sorprende que el piloto
le hubiera puesto a la bomba el nombre de su mamá. ¡Lo verdaderamente
sorprendente es que la haya tenido!”

Y desde Suiza, Edmundo Murray (con quien compito por el Guinness para el doctorando más viejo en la historia de los estudios de postgrado), apuntó a propósito de “La gran guerra”:

“Mi amigo, en el momento en que mis colegas se dedican al deporte francés del almuerzo, si la rodilla izquierda me lo permite salgo a correr. A veces voy por el borde del lago, pero cuando me siento verdaderamente en forma arremeto una cuesta imposible que se inclina desde el jardín botánico hasta Pregny, pueblito burgués si los hay. Hice este recorrido decenas de veces los últimos cinco años, pero sólo fue el viernes que hice un oscuro descubrimiento: ‘Misión italiana a la conferencia del desarme’. Uno de esos palacios franceses con tejas negras, coches negros, y diplomáticos con trajes y lentes negros que no tienen absolutamente nada que hacer (pero lo hacen ceremoniosamente). ‘¡Conferencia del desarme!’ Eso sí que es gracioso. Te imaginás representando a México en esta conferencia? Sentadito frente al delegado yanqui? ¿Qué le podés decir: ‘Te cambio una tonelada menos de napalm de última generación por quinientas, mil, cien mil granadas?’ Y qué fiesta para los fabricantes.”

En las siguientes semanas continuaré este acuse de recibo “A vuelta de correo”.

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